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0 comments | jueves, diciembre 28, 2006




Desde que inició el año escolar la maestra ha pedido a Gabriela, mi pequeña hermana que está en quinto grado de primaria, redactar cada semana un comentario crítico personal de alguna noticia o hecho político.


Gabriela compra el diario los fines de semana. La recuerdo una primera vez recortando entusiasmada algunos artículos y luego escribiendo sus primeras impresiones de aquellas noticias escogidas.

El entusiasmo le (nos) duró poco. Una sola vez. A la profesora se le ocurrió calificar con una nota el trabajo de las niñas. Gabriela sacó un 11 que derrumbó su entusiasmo y alentó el miedo y la inseguridad en sus propias palabras. En su propio lenguaje.

Las siguientes semanas ha pedido ayuda a su padre e incluso a mí para redactar su comentario, con un claro intento de que seamos nosotros los que resolvamos con nuestro lenguaje, las imperfecciones de su tarea. El miedo a expresar su propia observación. Su propio lenguaje en desarrollo.

La nota ha despertado una competencia que Gabriela considera desigual; reconoce que el trabajo de sus otras compañeras es redactado por sus padres (lo dicen las propias chicas).
Nosotros alentamos su esfuerzo y su trabajo al tiempo que despreciamos la decisión de la profesora de calificar un proceso de formación humana; un gesto contrario a lo que en Educación, el gran maestro chileno Humberto Maturana denomina, la Biología del amor, que no es más que el amor entendido como el dominio de las conductas relacionales a través de las cuales el otro surge como un legítimo otro en convivencia con uno.

La competencia y el miedo en las niñas producen rechazo y odio mutuo. Empieza a generar conflictos personales en las niñas. Agresión, entendida como el dominio de las conductas relacionales a través de las cuales el otro es negado como un legítimo otro en convivencia con uno. Las notas y la falta de reconocimiento en el esfuerzo (¡porque vamos, es un gran esfuerzo para las niñas!) reproducen una Autoridad, entendida como el dominio de las conductas a través de las cuales al otro se le niega autonomía de acción y reflexión en convivencia con uno, que atemoriza y descalifica. Porque las notas, en este propósito, no tienen otra significación que no sea el Negar.

De otro lado la competencia, el gran mal de la educación actual, deviene Indiferencia, entendida como el dominio de las conductas relacionales a través de las cuales el otro no tiene presencia en el espacio de convivencia con uno. Además como ya hemos visto, la competencia deviene Agresión entendida como el dominio de las conductas relacionales a través de las cuales el otro es negado como un legítimo otro en convivencia con uno. Porque la competencia es la simple negación del otro. Ninguna competencia, desde el momento que involucra una agresión, es SALUDABLE. Menos para la educación y la formación humana.

Por otro lado es posible encontrar en el ejercicio un claro propósito de la profesora y la escuela para preparar ciudadanos útiles y responsables desde el manejo de la opinión pública. Pero este no-es-el-propósito-de-la-educación. Esto es resultado del crecer y ser educado en el respeto por sí mismos en la convivencia. Lo demás viene por añadidura. El quehacer y la formación humana ocurren en el lenguaje. Los asuntos políticos no son hechos de formación para la niñez y su conducta. La educación no es ni debe ser la preparación de niños y niñas para ser útiles a la comunidad. Esto es el resultado de su crecer naturalmente integrados en ella. Ser reconocidos como miembros únicos y legítimos. En convivencia.

2 comments | miércoles, diciembre 27, 2006

Alimentándose de la tradición oral o la literatura no escrita de su pueblo; siguiendo a Joyce y Nabokov en el camino de su formación literaria. Ha actuado en sus propios guiones de cine. Cambió la arquitectura por la literatura. Un diseño por el otro. Ha recibido el Premio por la Paz de Sydney. El Booker inglés en 1997. La denominación de realismo mágico para su obra y la comparación con García Márquez y Salman Rushdie que ella misma se ha encargado de negar y descalificar. Estoy de acuerdo. Se asume que la condición que retrata Roy es exótica, etnográfica, con un referente que excede sus propias posibilidades. El texto de contraportada del libro, editado por Anagrama, muestra serias dificultades de comprensión respecto al carácter de la obra; un relato que combina lo tradicional, lo familiar y lo cotidiano.


La obra soporta únicamente un estilo que sabe resolver con una ironía fantástica y demoledora su propia tragedia. La voz del relato asume la tragedia desde su propia ironía; una ironía siniestra y humor de dimensiones inagotables. El elemento fantástico y mágico aparece recorrido en las descripciones que acompañan a Rahel y Estha (el modo en que observan e interactúan con su mundo), los gemelos que en su niñez cargan con todas las consecuencias- como herederos de una tercera generación- del dolor que imprime su inocencia.


Sophie Mol había convencido a los gemelos de que era esencial que ella fuese también. Que la ausencia de los niños, de todos los niños, aumentaría los remordimientos de los mayores. Lo lamentarían de verdad, como las personas mayores de Hamelin cuando el flautista se llevó a sus niños. Buscarían por todos lados y, cuando de verdad, como las personas mayores de Hamelin cuando el flautiste estuvieran seguros de que habían muerto los tres, entonces volverían a casa triunfantes, valorados, queridos y echados de menos más que nunca.





El dios de las pequeñas cosas reúne dos estrategias y técnicas en su nacimiento probablemente incompatibles: la lírica y la narración. Dos tiempos. Uno asume la sensación de encontrarse frente al ritmo de una partitura musical en cada capítulo. Cada oración o palabra representa un orden exacto inalterable y que modificado representaría inferiores posibilidades. Arundhati Roy asume el lenguaje desde su propia inventiva y estilo. Ha sabido resolver las exigencias de su historia. La magnitud de sus personajes.La presencia eterna de una vida.


Pero ¿qué puede decirse?
Solo que hubo lágrimas. Sólo que el Silencio y el Vacío encajaron como una cuchara sobre otra. Sólo que hubo un olisqueo en los huecos de la base de una garganta adorable. Sólo que un hombro de color miel acabó con una marca semicircular de dientes. Sólo que siguieron abrazados el uno al otro mucho tiempo después de que aquello acabara. Sólo que lo que compartieron aquella noche no fue felicidad, sino un terrible dolor.
Sólo que, una vez más, transgredieron las Leyes del Amor. Que establecen a quién debe quererse. Y cómo. Y cuánto.

Ammu, Chacko, Margaret Kochama, Bebe Kochama, Mamachi, Velutha. La pequeña Sophie Mol. La luz que tocan se convierte en oscuridad. En el instante en el que cambian todas las cosas. En la fragilidad de los actos. Las cosas pueden cambiar en un solo día castigados con una sentencia cruel: no la muerte sino el fin de la vida. Tendencia de vida. Forma de muerte. La pequeña Sophie Mol pregunta: Chacko, ¿adónde van a morir los pájaros viejos? ¿Por qué los muertos no caen como piedras del cielo?


Ammu (inolvidable), bella y perturbada. Un cuerpo que no existe más allá de donde Él toca. Velutha, el dios de las pequeñas cosas. El dios de la pérdida. Velutha es el dios que sabe que a cualquiera le puede pasar cualquier cosa. El dios de las pequeñas cosas. El dios que no puede hacer dos cosas a la vez: si la tocaba, no podía hablarle; si la amaba, no podía dejarla; si hablaba, no podía escuchar; si luchaba, no podía ganar. Ammu y Velutha están aferrados a la pequeñez. Cada vez que se despiden sólo se arrancan una pequeña promesa.


_ ¿Mañana?
_ Mañana.


Las cosas pueden cambiar en un solo día.

0 comments | martes, diciembre 26, 2006


“El nuevo lema es ser digitales”
Giovanni Sartori



Rodo -que es arquitecto y dirige un estudio- me habla del último encargo que ha recibido; inusual en su experiencia diseñando museos, galerías de arte y viviendas en la ciudad, el campo y la playa.
El proyecto encargado es un nido-guardería que pretende involucrar directamente a los padres en la educación de sus pequeños hijos y su relación con las maestras, misses o tías encargadas de su cuidado y cultivo personal (la seguridad es lo primero) adoptando el modelo Big Brother popularizado en programas para la televisión. Explico: los padres podrán monitorear a través de Internet y las cámaras ubicadas estratégicamente en cada aula y en tiempo real, la relación entre la maestra y sus hijos. Bastará conectarse y a la velocidad de un click desde la oficina o el hogar cómodamente instalados podrán observar como aprenden sus niños, como se relacionan con sus compañeritos y, además, tomar nota de la eficiencia en el encargo y su adaptación al modelo educativo y la relación con la maestra.
La escuela y guardería convertida en una suerte de Panóptico. El fármaco reclamado por la paranoia cultural y los hogares dual career.


_Mira, ese es tu hijo
_ Sí, y le va a pegar al tuyo
_ No puede ser, llamaré ahora mismo a la escuela, tienen que impedirlo


Del video-niño al video-papá. Interacciones con la cámara, homo videns, sociedad teledirigida, el triunfo de Sartori.
Los padres podrán sentirse “seguros” y estará garantizada la educación y el cuidado de los niños. El costo de la no inseguridad (ahora que vivo en Lima no dejaba de conmoverme observar como los candidatos municipales hablaban del tema) de los padres será la inseguridad de las maestras en el proceso de su labor; un proceso de corrección y afectos. ¿Privará el fenómeno interactivo el libre albedrío de las maestras?


Abro aquí un paréntesis. Quienes hemos sido observados durante la asesoría de nuestra formación como psicoterapeutas, conocemos el impacto que ocasiona frecuentemente la cámara y las personas detrás de nosotros observando y cuestionando. Y eso que no son precisamente los padres de nuestros clientes, sino alumnos como nosotros, compañeros de práctica. Pero en fin, creo que en nuestra labor es un lindo proceso. Necesario para aprender. Cierro paréntesis.


Virilio señala que la velocidad es el poder mismo. Y la velocidad absoluta configura a su vez un poder y un control absoluto, un poder casi divino. Los tres atributos de lo divino son: ubicuidad, instantaneidad e inmediatez.
¿Que posibilidad de contacto puede ofrecer una relación docente / padre de familia cuando todo ha dejado de ser expectativa? ¿Cuando todo ha sido ya visto y virtualmente regulado? ¿Cuales serán los límites si tenemos en cuenta la profundización ilimitada de la red?
El mundo se hace pequeño y surge la contaminación de las dimensiones reales: pérdida del cuerpo propio y el mundo real en beneficio del mundo virtual y su regulación virtual. Nos sentimos más cerca de aquello que está lejos y percibimos más lejano aquello que tenemos cerca.


_ Mami, te cuento que hice hoy
_ No hace falta, lo vi todo


Estamos en el siglo XXI; parafraseando a Virilio, el siglo en que las pérdidas superarán las ganancias. No hay adquisición tecnológica sin pérdida en el nivel del ser vivo. Un fenómeno constitutivo y disociativo. Para Einstein, la interactividad es a la bomba informática, lo que la radioactividad es a la bomba atómica. ¿Impedirá o restituirá la información mediática el diálogo y las reuniones?

Los padres irán configurando “un estar ahí” que se convierte al mismo tiempo en un “fuera de allí”. El tiempo real reduce los trayectos en la mediación del proceso educativo.


En la educación y los afectos hay una esfera que todavía hay que ENSEÑAR.

0 comments | lunes, diciembre 25, 2006

Llegada a Trujillo. Canibalismo taxista. “Estamos en fiestas, los pasajes han subido”. Abordo con temor. Me convierto en un extraño. “¿Y quién es el nuevo alcalde de Trujillo?” Conduce lento. “Acuña; ¿usted no es de aquí?" Soy un extraño. “No, no soy de aquí. ¿Votó usted por Acuña?” Gesto de conductor. “Claro, ya demasiado aprismo, había que votar por el cambio y voté por Acuña”. Gesto de pasajero. “¿Y usted cree que Acuña haga algo bueno? ¿Cree que realmente pueda trabajar bien por la ciudad?" Su rostro prepara respuesta. “Claro, el ha ido a muchos pueblos jóvenes a hacer regalos a los niños. Siempre llega por ahí. Parece que se preocupa”. Filantropía infecunda. “ Es dueño de algunas universidades y quiere ser Presidente. Tiene una buena oportunidad.” Confianza en su voto. “Claro, es empresario y tiene éxito. Yo creo que sabe manejar bien las cosas.” Que fea esta la ciudad. “Seguro”. Las fotografías de los candidatos en la propaganda electoral. “En Lima ganó Castañeda verdad, aunque tenía cierta oposición”. Arias aparece impersonal, evitando la mirada. Un político sincero. “Si, el gremio de transportistas está en contra de Castañeda. Rechazan a cualquiera que haga respetar las reglas”. Acuña aparece con los brazos abiertos. Siempre dispuesto a dar lo que le pidan. “Fíjese que aquí se ha incendiado una oficina del SATT. ¿Qué esconderán los apristas? Están haciendo obras. ¿Qué hueco intentan llenar?”. La ciudad parece vacía. “Y la seguridad, ¿Cómo anda eso?”Luz roja. Semáforo. “Bien, la cosa ha cambiado con el General Salazar, ha puesto mucho orden, mano dura, ha actuado sin miedo, hay más policías en las calles. Es una pena que esté ya por irse”. Llego a casa. Estoy de acuerdo. Es una pena. Se va Octavio Salazar. Un buen hombre. Adiós.

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¡GRANDE SCORSESE!

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Venía en un bus a Trujillo. Salida programada media hora antes de la 1 pm. Salida final un cuarto de hora antes de la 1. El tráfico es denso a esa hora. Salir de Lima te toma un poco más de hora y media. No podemos aspirar a que nuestra salida en ese horario tome la cantidad de tiempo que una salida en la noche. Si quieres velocidad, tómate un vuelo.



Tomamos una hora de tiempo para almorzar en un restaurante a 3 horas de nuestra salida. No se que comió la gente, el caso es que muchos empezaron a sufrir problemas digestivos y estomacales, por lo que el bus tuvo que detenerse en varios pueblos del camino para que los afectados ocupen las necesidades de su regulación fisiológica. Esto tomó otro tiempo considerable. Le sumamos a esto la afección de un pequeño de 2 años con el mismo problema. Vómitos y diarrea.


Las paradas tomaron su tiempo y el viaje tomó el tiempo normal a estos casos (claro, esto significó a su vez soportar una tarde de películas con la figura de Steven Seagal y sus Greatest Hits), algunos minutos de retraso. El calor y la posible espera de la familia de algunos pasajeros en el Terminal terrestre posibilitó el alboroto. La gente empezó a protestar por la velocidad del bus. Colmaron al chofer de injurias y acusaciones. El chofer intentó explicar el problema: algunos pasajeros con el estómago delicado y un niño que sufría de vómitos constantes a lo largo del viaje. “Señores, por favor comprendan”.
A la gente no le interesaba el problema. Querían hacer el viaje en las “8 horas” correspondientes a la ruta nocturna. Exigían al chofer velocidad. Este intentaba explicar nuevamente que tiene que seguir la reglas: “No puede correr a más de 100km. por hora.”


¿Hasta donde he querido llegar con esta breve relato?


Primero, intentar comprender la responsabilidad de los choferes y pasajeros en los accidentes de carretera. Lo común es adueñar al chofer de lo sucedido. Qué la velocidad, que su imprudencia, que si se quedó dormido. Pero, ¿cuánto de responsabilidad nos otorgamos como pasajeros? La respuesta luego de lo sucedido, para mí es evidente. En que circunstancias en su emocionar habrá regresado el chofer del bus a conducir y tomar nuevamente la ruta. Hay diferencias notables en nuestro accionar luego de determinados eventos emocionales. Significativamente, ¿Cómo conduciríamos luego de que un grupo de personas nos exigen a gritos mayor velocidad y nos señalan ineficientes? ¿Cómo conducir frente a un grupo casi total que nos presiona? Es obvia la respuesta.


Las posibilidades de una buena convivencia tienen en la comprensión por el otro su primer paso. Si nos vemos imposibilitados de poder situarnos en una experiencia distinta que involucre, como en este caso, flexibilidad frente a una situación, estamos perdidos. Si percibimos al otro simplemente como otro ilegítimo, fuera de mí, estamos perdidos. Y eso parece suceder. Somos incapaces de ver al otro con otro legítimo, distinto, fuera de nosotros.
Esto, y la voluntad, son lo que hacen difícil una convivencia humana saludable. Sencilla. ¿Queremos realmente convivir con el otro? Es la primera pregunta.

0 comments | domingo, diciembre 24, 2006

El cuento de navidad de Auggie Wren
por Paul Auster


Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.


Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.


Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.


Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.


Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:


—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.


Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Au-ggie.


Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.


—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.


Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.


Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.


A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?


Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.


No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.


—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.


Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.



—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.


“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?


Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.


La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.


“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

“—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.


“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.


“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.


“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.


“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.


“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haver mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.


“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.


“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.


—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.



Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.


—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.


Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.



Tomado de Smoke & Blue in the face, Editorial Anagrama, Paul Auster

0 comments | viernes, diciembre 22, 2006

SIMÚLATE
A TI MISMO

0 comments | jueves, diciembre 21, 2006



La inmensamente bella Eva Green, actualmente en Casino Royal y anteriormente en Los Soñadores, personificará a Anna Blume en la versión cinematográfica de la metáfora apocalítptica de Paul Auster, El país de las últimas cosas. El film comenzará a rodarse en enero en Argentina y será dirigida por Alejandro Chomsky, que en el 2003 adaptó a Bioy Casares en Dormir al sol y tiene en post producción un trabajo con Jennifer Lopez, Regaaeton, a estrenarse el año que viene ( ¡que miedo!). Para la adaptación de la novela de Auster vienen trabajando lo que será el artefacto utilitario de la película con propuestas de distintos diseñadores.



La espera resultará ansiosa y atractiva para los que hemos disfrutado la búsqueda total de Anna Blume en ese mundo en ruinas que es el país de las últimas cosas. El personaje, al menos, parece garantizado con el encanto de Eva Green. ¿O hubiesen preferido a otra?

0 comments | miércoles, diciembre 20, 2006

SOMATIZA
LA
AUSENCIA

0 comments | martes, diciembre 19, 2006


Estamos en época de tributos. Y doblemente atractivos son los tributos, sea el caso. Hay un grupo delante y otro detrás. Una figura y un fondo. Quienes dan y reciben.





Songs of the Beatles no escapa a esta esencia. Fondo The Beatles, figura (siempre figura) Sarah Vaughan, una de las más increíbles voces del jazz femenino. 44 minutos de tributo a los Beatles. Yesterday, Hey Jude, Come together, Get back, Eleanor Rugby y etc.
Aparecido el año 81, quizá sea uno de los tributos menos conocido a The Beatles. Cada tema tiene un chispazo de lo mejor de lo mejor de Sarah Vaughan. De lo mejor de lo mejor de The Beatles. El final es épico, dos versiones singulares de Yesterday y Hey Jude. Una muestra total de tributo. Con alteraciones y estilo. Ética esencial del tributo.

3 comments | lunes, diciembre 18, 2006










1
Experiencia, de Martin Amis, es un libro de memorias autobiográfico y fuera de la senda práctica de lo que el propio Amis denomina autobiografía de primer nivel, para referirse a trabajos como los del Nóbel Saul Bellow y la tendencia actual de muchos narradores occidentales.
Empecé con Amis sin haber leído ninguna novela suya anteriormente. Llevo en paralelo ahora, para no perderme en su memoria, El libro de Rachel, escrito el año 1973.

El gran protagonista de Experiencia es su Padre, el también novelista y poeta Kingsley Amis (no puedo dejar de mencionar que, ¡oh! casualidad, parte de las cosas que se me han aproximado esta semana refieren a la inmensa relación padre e hijo. Este último mes no he dejado de revisar fotografías de mi padre y por ahí una amiga me envío, sin pensarlo, un retrato de su padre a los pies de un muro de lo que fue (supongo) una antigua fortaleza pre hispánica. La necesidad de revisión es la misma tarde o temprano.) Experiencia es una aproximación microscópica al cuerpo (el cuerpo como mapa) y la humanidad de su padre y su relación. Un pacto con los fantasmas; el fantasma de Lucy Partington, la prima hermana que Amis adoraba. Joven y talentosa, Lucy fue una de las víctimas del mortal Frederick West (pueden encontrar una estupenda crónica de West en el número 28 de Etiqueta Negra), un asesino en serie de moda en Londres durante la época.
Lucy desaparece una noche. Salía de casa de una amiga. Acude a la estación del bus y desaparece. Nadie sabe de ella hasta encontrar su cadáver y luego de la confesión de los hechos por el mismo asesino. Carroña para la prensa sensacionalista. Culpa y deprimente recuerdo para la familia



2
“En fin, todo es experiencia, aunque es una pena que tengamos que acumular tanta a lo largo de la vida”, fue lo que dijo alguna vez a su hijo Martin, Kingsley Amis. La extensión de la estructura cuenta con cartas de juventud de Amis remitidas a su padre y a la mujer de este en una época, Jane (una de las mejores escritoras de su generación según Amis). Relatos de juventud en la escuela, tediosas búsquedas de trabajo, comentarios e impresiones de lecturas (Kafka, Jane Austen, D.H. Lawrence, su propio padre), postulaciones a una y otra universidad.
Experiencia incluye como cualquier álbum familiar, fotografías de niñez; los hermanos, la familia, sus padres. Juventud y amigos. Adultez, mujeres, matrimonio e hijos. Lucy, Kingsley, Larskin. Gente importante en la vida de Amis. Experiencia termina con fotos de la vida última de los Amis.

Dice Kingsley: “Pero sabes perfectamente que la vida sin una mujer no es más que media vida”. O, “La experiencia es la única cosa que compartimos por igual.”



3
Reflexiones en torno a la ficción y el papel del escritor: Yo no cometía el error elemental de mezclar al hombre con su obra, pero todo escritor sabe que la verdad está en la ficción. En ella es donde el termómetro espiritual da su medición.



Las historias: Lo que todo el mundo lleva dentro actualmente no es una novela sino unas memorias.




Opinión: Es necesario decir lo que es innecesario decir.



Sexo: Las sensaciones físicas del sexo, son inmensamente magnificadas por el amor.



Amor: Si el amor nos causa tanta aflicción… ¿por qué no somos sensatos y nos damos de baja de él más temprano?



Literatura: La mayor deficiencia de la literatura: que su imitación de la vida no te prepara para los acontecimientos más importantes. Para esto solo la experiencia ofrecerá respuestas.



Admiración: Solos los verdaderos admiradores tiemblan.





4
Es muy profunda la admiración y el amor por Saul Bellow (fallecido hace poco más de un año). Cita algo maravilloso de Ravelstein (la novela en la que Bellow retrata a su amigo el filósofo Allan Bloom), nuevamente volviendo a la memoria (no olvidemos la enfermedad de Bellow y su estancia en los hospitales):

“Un auxiliar de hospital, encaramado en una escalera de mano, colgaba espumillón y ramitas de verdor perenne en los elementos salientes de la pared. Este auxiliar no solía hacerme mucho caso. Era uno de los que me acusaban de alborotador. Pero eso no me impedía que me fijara en él. Fijarme en las cosas es parte de mi trabajo: describir. La existencia es -o era- mi trabajo.”


5
Amis sufrió numerables operaciones a la mandíbula y la extracción de casi la totalidad de sus dientes y una posterior dentadura postiza. Se considera parte de lo que era hasta entones un binomio: Nabokov-Joyce. Surge ahora al trinomio odontológico más sufrido de la literatura universal: Amis-Nabokov-Joyce.
Si hay alguno que ustedes conozcan, remitan la información al señor Amis. Le interesa el asunto. Lo agradecerá.





6
¡Que te den por el culo!
Así denomina el capítulo que involucra la ruptura de su amistad con el escritor Julian Barnes. Un deseo de Julian para Martin luego que este rompiera con Pat, su agente literaria hasta entonces y esposa de Barnes.
Que te den por el culo duele; la amistad perdida, los intentos de reconciliación y otros detalles contundentes son expuestos al límite: Amis no pudo reproducir en el libro las cartas enviadas por Barnes porque aun estas le pertenecen a Barnes legalmente. Barnes mantiene el copyright de autoría. Y suena absurdo. Si Amis las publicara aun siendo suyas, pagaría las consecuencias legales.



7
Esa es la experiencia resumida de Martin Amis.
Y esta es la mía: han abierto aquí cerca una librería Crisol; dejaremos de soñar en ir a comprar a la librería como en bodega, a unos pasos de casa; en pijama o descuidada ropa de casa, sin subir a un microbús o planear la visita días antes. Sin tener que arreglarnos. Los domingos después del desayuno.

0 comments | sábado, diciembre 16, 2006





¿De qué hablamos cuando hablamos de Raymond Carver?

Parece confirmarse el rumor: hay un hombre detrás de los cuentos de Raymond Carver.


Aquella señal de impostura ha sido investigada por el novelista (además filósofo y periodista) Alessandro Baricco, en un artículo publicado en la web.

A Carver le rehicieron muchas veces “la plana”. Y el resultado es siempre totalmente contrario. Gran parte de los finales son en comparación giros absolutamente radicales.

Baricco nos muestra los contrastes entre original carveriano y el texto revisado y publicado con los cambios hechos por Gordon Lish, su editor.


¿Qué tiene que ver Carver con sus cuentos?, es la gran pregunta que parece resolver Baricco: Descubrir que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea es un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrir que el mismo Carver no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre el mundo que sus cuentos ostentan. Más bien, en cierto modo tenía el antídoto contra aquella mirada. La esbozaba, quizás hasta la haya inventado, pero después, entre líneas y sobre todo en los finales, la cuestionaba, la apagaba. Como si tuviera miedo. Construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables. Humanos. Al final, la gente llora. O dice te amo. Y la tragedia es explicable. No es un monstruo sin nombre. Gordon Lish tuvo que intuir, por el contrario, que la visión pura y simple de aquellos desiertos helados era lo que aquel hombre tenía de revolucionario. Y era lo que los lectores tenían ganas de que se les narrara. Borró minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito.


¿Cuánto de aquel estilo reverenciadamente carveriano es verdaderamente carveriano? Comparando los estilos y finales podemos llegar a una conclusión. Contraria. Inversa. ¿Qué escribía realmente Raymond Carver?
Lo resuelve Baricco: Se necesitaría ver todos los otros cuentos, estudiarlos seriamente. Pero regresé con la idea de que aquel hombre, Carver, tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de humanidad que hierve bajo esta zona glacial está custodiado por el dolor de los verdugos. ¿Si así fuera, no residiría en esto su grandeza?


Lean aquí la nota de Baricco: http://chanove.rupture.net/baricco.htm.

1 comments | viernes, diciembre 15, 2006



Cuatro cosas hay que me hubiera pasado mejor sin ellas: amor, curiosidad, pecas y dudas, fue lo que dijo Dorothy Parker casi al final de su vida. Murió hace 67 años y fue una de las mejores escritoras de su generación. Hace 49 años apareció El banquete de sapos en el New Yorker, medio en el que Dorothy desarrolló lo mejor de su actividad creativa y logró consagrarse.
Dorothy Parker fue una laboratorista de la vida familiar (La soledad de las parejas), el mundo cotidiano (El banquete de sapos) y la condición femenina (Una dama newyorkina). Ahora la memoria de Parker es nuevamente polémica y se han iniciado algunos conflictos respecto a su herencia.
Estamos libres de ese conflicto. A nosotros Dorothy nos dejó su mejor herencia.












El banquete de sapos
Dorothy Parker

Traducción: Celia Filipetto


Aquel fue un año de locos, un año en que las cosas que debían haber ocurrido a su debido tiempo, salieron de cualquier manera. Fue un año en que la nieve cayó copiosa y duradera en pleno abril, y los periódicos sensacionalistas publicaron fotos de chicas vestidas con pantalones cortos tomando baños de sol en Central Park en pleno enero. Fue un año en que, pese a la gran prosperidad reinante en la nación más rica, no podías andar cinco manzanas sin que los mendigos te pidieran limosna; en que no era infrecuente ver mujeres llamativas, de paso vacilante, vestidas con trajes caros, exhibirse en lugares públicos; en que los mostradores de las farmacias rebosaban de pastillas para tranquilizarte y de pastillas para animarte. Fue un año en que muchas esposas, colocadas en los altares, apenas unos centímetros por debajo de los santos, árbitros de la etiqueta, veneradas anfitrionas, arquitectas de menús memorables, de golpe y porrazo, preparaban la bolsa de viaje y el joyero y huían a México en compañía de jóvenes ambiguos dedicados al arte; en que los maridos que habían regresado a casa todas las noches no sólo a la misma hora, sino en el mismo minuto de la misma hora, regresaban a casa una noche más, decían unas cuantas palabras y luego salían por la puerta que no volverían a cruzar jamás.
Si Guy Allen hubiese dejado a su mujer en otra época, ella habría conseguido mantener el perdurable interés de sus amistades. Pero en aquel año de locura fueron tantos los pecios matrimoniales varados en la playa de Norman’s Woe, que las amigas ya estaban demasiado familiarizadas con las historias de naufragios. Al principio acudieron a su lado y, duchas en esas lides, hicieron lo posible por curarle la herida. Chasqueaban la lengua en señal de pena y sacudían la cabeza para manifestar su asombro; diagnosticaban que el de Guy Allen era un caso de demencia; hacían virulentas generalizaciones sobre los hombres, considerados como tribu; le aseguraban a Maida Allen que ninguna mujer habría sido capaz de hacer más por un hombre ni haber significado más; le estrechaban la mano y le prometían: «Volverá. ¡Ya verás cómo vuelve!»
Pero el tiempo siguió su curso, como la señora Allen, a quien nunca nadie había visto antes aferrarse así a un tema: repetía una y otra vez la historia del agravio que le habían causado, y ella, claro, pobrecita, una santa inocente. Las amigas ya no tenían fuerzas para intercalar en su letanía arrullos de condolencia, debilitadas de tanto escuchar su historia, la suya, y otras como la suya; la cruel verdad es que las sagas de las mujeres abandonadas adolecen de una lamentable falta de variedad. Y así, llegó un día en que, tras depositar con violencia la taza de té en la mesa, una de estas damas se puso en pie de un salto y gritó:
—¡Por el amor del cielo, Maida, habla de otra cosa!
La señora Allen no volvió a ver a esa dama. También comenzó a ver cada vez menos a sus otras amigas, aunque eso fue cosa de las amigas, no de ella. No se enorgullecían de semejante abandono; las inquietaba la idea acechante de que la más despiadada de las pelmas pudiera seguir realmente angustiada.
Trataron —cada una de ellas una sola vez—, de invitarla a pequeñas cenas agradables, para que se distrajera. La señora Allen acudía llevando consigo su obsesión, y la colocaba, por así decirlo, en medio del mantel, cual macabro centro de mesa. Las amigas aportaron varios huéspedes masculinos, ninguno de ellos conocido de la señora Allen. De buen humor por encontrarse ante una mujer nueva y atractiva, realizaban pequeñas incursiones amorosas. Ella respondía haciéndolos partícipes de su tragedia y, mientras daban cuenta de la ensalada y esperaban la mousse de moca, les recitaba su lista de talentos comprobados como esposa, compañera y amante, y les hacía notar, con una cínica carcajada, para qué le habían servido. Cuando los huéspedes se marchaban, la anfitriona aceptaba abatida el ultimátum de su marido en relación con quién no debían volver a invitar jamás.
No obstante, siguieron invitándola a sus cócteles multitudinarios, obligación social por excelencia para beber como esponjas, pensando que la señora Allen, con su voz suave, sería incapaz de hacerse oír en medio del gran bullicio que impera en estas fiestas y, de ese modo, acallados sus problemas, tal vez, por un momento, quedaran olvidados. Cuando la señora Allen llegaba, se acercaba en línea recta a aquellas amistades que la habían conocido con su marido, y les preguntaba si habían visto a Guy. Si le contestaban que sí, les preguntaba cómo estaba. Si le contestaban: «Pues... estupendamente», les ofrecía una sonrisa indulgente y se alejaba. Sus amigas la dejaron por imposible.
A la señora Allen le sentó mal ese comportamiento. Las tachó a todas de criaturas que sólo funcionaban cuando las cosas venían bien dadas y dio gracias por haberlas desenmascarado a tiempo; a tiempo de qué, nunca lo dijo. Pero no había nadie que se lo preguntara, porque hablaba consigo misma. Había adoptado esta costumbre mientras se paseaba hasta bien entrada la noche por los cuartos silenciosos de su apartamento, y pronto la llevó consigo a la calle, a su paseo diario. Fue un año en que muchos transitaban las aceras murmurando soliloquios y, a menos que hablaran en voz alta o hicieran gestos, los demás peatones no se volvían a mirarlos.
Pasó un mes, luego dos, luego casi cuatro, y ella seguía sin tener noticias directas de Guy Allen. Uno o dos días después de que él se marchara, la había telefoneado al apartamento y, tras interesarse por la salud de la criada que atendió la llamada (siempre fue el ideal de los sirvientes), le había pedido que le enviasen la correspondencia a su club, donde iba a alojarse. Más tarde, ese mismo día, Guy Allen mandó al mozo del club a que recogiera su ropa, la metiera en una maleta y se la llevara. Estos incidentes ocurrieron en ausencia de la señora Allen; a ella no la mencionó en ningún momento, ni a la criada ni por medio del mozo, y por eso se llevó un disgusto. De todos modos, se dijo, como mínimo sabía dónde estaba su marido. No se le ocurrió ir más allá y pensar que como máximo sabía dónde estaba su marido.
El primer día de cada mes, recibía un cheque por la misma cantidad de siempre, para sus gastos y los de la casa. El alquiler debía de llegarle directamente al propietario del edificio de apartamentos, porque a ella nunca se lo reclamaron. Los cheques no los mandaba Guy Allen; venían con una nota adjunta de su banquero, un distinguido caballero de cabello cano, cuyas comunicaciones daban la sensación de estar escritas con pluma. Aparte de los cheques, nada indicaba que Guy y Maida Allen fueran marido y mujer.
A la señora Allen, el presente se le volvió intolerable, y veía el futuro sólo como su espantosa prolongación. Se refugió en el pasado. No se dejó guiar por la memoria; fue ella quien la condujo y puso rumbo hacia los recónditos y soleados caminos de su matrimonio. Once años de matrimonio, años de felicidad, de felicidad perfecta. Claro que a veces Guy había tenido los pequeños malos humores típicos de los hombres, pero ella siempre había conseguido que se le pasaran con una sonrisa, y esos episodios sin importancia sólo servían para unirlos más dulcemente; las peleas entre enamorados preparan el camino hacia el lecho. En abril, lágrimas mil derramó la señora Allen por los tiempos pasados; y nadie se le acercó nunca para explicarle que, si había tenido once años de felicidad perfecta, era el único ser humano al que le había ocurrido algo semejante.
Sin embargo, la memoria es una compañera muda. El silencio golpeaba atronador en los oídos de la señora Allen. Ella quería escuchar voces tiernas, especialmente la suya. Quería encontrar comprensión, esa cosa que tantos se pasan la vida buscando, con lo fácil que tiene que ser encontrarla, porque ¿qué es sino alabanzas y compasión mutuas? Sus amigas la habían defraudado, por eso debía buscarse otras. Resulta sorprendentemente difícil reunir un nuevo círculo. A la señora Allen le costó tiempo y esfuerzo localizar a las señoras cuyo trato había frecuentado en otros tiempos, y que durante años había conseguido no recordar siquiera, y localizar a las agradables compañeras de viaje que había conocido a bordo de barcos y aviones. No obstante, obtuvo algunas respuestas, seguidas de sesiones íntimas en su apartamento, por las tardes.
Fueron poco satisfactorias. Las señoras no le ofrecieron comprensión sino recomendaciones. Le decían que se animara, que recobrara la compostura, que estuviera alerta; una de ellas llegó incluso a darle una palmada en el hombro. Las sesiones llegaron a adquirir gran parte del carácter que tienen las disputas de vestuario en el descanso de un partido de fútbol, y cuando al final, la instaron a que mandara a Guy Allen al infierno, la señora Allen las suspendió.
Pese a todo, algo bueno sacó de ellas, porque por intermedio de una de sus ignorantes consejeras la señora Allen conoció a la doctora Langham.
Aunque la doctora Marjorie Langham se ganaba la vida trabajando, no había perdido ni una pizca de su femineidad, sin duda, porque nunca había tenido que pisar los pasillos manchados de sangre de la facultad de medicina ni quemarse las bonitas pestañas estudiando para conseguir el doctorado. De un solo salto, lleno de gracia, había caído sobre los delgados pies convertida en curandera de mentes atribuladas. Aquel fue un año en que los divanes de tales curanderos no llegaban a enfriarse entre paciente y paciente. La doctora Langham gozaba de un éxito tremendo.
Tenía infinidad de anécdotas sobre sus pacientes. Y una manera muy suya de contarlas que hacía que las historias clínicas no sólo fueran para morirse de risa, sino que te daban a ti, su interlocutor, la estupenda sensación de que, después de todo, no estabas tan chiflado. En su faceta más profunda, era una mujer que lo comprendía todo al vuelo y demostraba una firme simpatía por las desgracias de las representantes sensibles de su sexo. Estaba hecha para la señora Allen.
En su primera visita a la doctora Langham, la señora Allen no fue directamente al diván. En la consulta llena de chintz y alegría, ella y la doctora se sentaron frente a frente, de mujer a mujer; de esa manera, a la señora Allen le resultó más fácil desahogarse a gusto. Durante el relato del indignante comportamiento de Guy Allen, la doctora asintió repetidas veces; cuando se enteró, a petición suya, de la edad de Guy Allen, esbozó una sonrisita divertida.
—¡Pero claro! Lo que imaginaba —dijo—. ¡Vaya, vaya con la crisis de los cuarenta y tantos! ¡Edad difícil y peligrosa! Eso es todo lo que le pasa... está pasando por el cambio.
La señora Allen se dio unos golpecitos en las sienes con los puños por ser tan tonta y no haberlo pensado antes. Se había hartado de llorar y gemir porque se le había olvidado por completo que también los hombres vienen al mundo llevando a cuestas la deuda del pecado original; a Guy Allen, como a cualquier hijo de vecino, le había llegado la hora de pagarla; ahí estaba el quid de la cuestión. (En los últimos dos casos de matrimonios rotos de los que la señora Allen se había enterado ese año, uno de los maridos salientes tenía veintinueve y el otro, sesenta y dos, pero no le vinieron a la memoria.) La explicación de la doctora tranquilizó de tal modo a la señora Allen que se levantó y fue a tumbarse en el diván.
—Así me gusta... relájese —le sugirió la doctora Langham—. ¡Ah, esas pobres mujeres, esas pobres idiotas! Se destrozan el corazón, se flagelan con sus porqués, porqués, porqués, se dejan la piel para encontrar un motivo estrambótico que justifique el hecho de que sus maridos las dejen plantadas, cuando no se trata más que de un caso tradicional y pasajero de nervios exacerbados y un cambio rutinario de metabolismo.
La doctora le prestó a la señora Allen algunos libros para que se los llevara a casa y los leyera antes de la siguiente visita; algunas de las autoras, le dijo, eran muy amigas suyas, mujeres reconocidas como autoridades en la materia. Los libros parecían salidos de la misma pluma y estaban escritos en un estilo fluido, coloquial, asequible para el lector profano. Se notaba cierta uniformidad en sus contenidos; todos exponían una colección de casos de hombres casados que, en un arranque de enfurecida rebelión contra la madurez, habían abandonado el lecho conyugal y el techo familiar. Las rebeliones, como tales, resultaban conmovedoras. Masas de hombres con ojos desorbitados iban por la vida sin rumbo ni objetivo, sus noches eran frías y amargas, sus hogares, una fuente de enfermiza añoranza. Uno tras otro, los revolucionarios volvían con la cabeza gacha, las manos suplicantes, volvían al lado de sus sabias y amables esposas.
Aquellas obras impresionaron a la señora Allen. Encontró más de un pasaje que, de haber sido suyos los libros, habría subrayado profusamente.
Tuvo la sensación de que tenía todo el derecho del mundo a incluirse entre las esposas que esperaban en casa, tan amables, tan sabias. Podía decir, sin falsa modestia, que muchos le habían dicho que era demasiado amable para su propio bien, y que era capaz de reconocer un acto de verdadera sabiduría. En los primeros y aciagos días de su sufrimiento, se había jurado que no daría un solo paso para acercarse a Guy Allen. ¡Que se le pudriera la mano derecha y se le separara del brazo, si la utilizaba para marcar su número de teléfono! Nadie habría sido capaz de contar los kilómetros que había recorrido por las alfombras de su casa, pugnando por mantener el juramento. Y lo mantuvo, pero la vista de su mano derecha intacta, de su piel fresca y clara, no le servía de consuelo, sencillamente le recordaba el uso al cual podía haberla destinado. Y acto seguido, pensando siempre con renovado dolor en otra mano posada sobre otro disco, se recordaba que Guy Allen jamás la había llamado.
La doctora Langham le puso muy buena nota por mantenerse alejada del teléfono, y restó importancia a su pena ante el silencio de Guy Allen.
—Por supuesto que no la ha llamado —le dijo—. Tal como yo esperaba, claro... es el mejor indicio que tenemos de que él también sufre lo suyo. Teme hablar con usted. Está avergonzado de sí mismo. Sabe lo que le ha hecho; no sabe por qué, como nosotras, pero sabe que lo que hizo es terrible. Piensa mucho en usted. Lo demuestra el hecho de que no se atreva a llamarla.
Uno de los grandes factores que contribuía al éxito de la doctora Langham era su habilidad para conseguir que a quienes estaban a punto de ahogarse, una pajita mojada les pareciera un tronco sólido.
La cura de Maida Allen no se produjo de un día para el otro. Tuvieron que pasar varias semanas antes de que se sintiera entera. Según ella, todo el mérito era de su doctora. Por el mero hecho de haber arrojado la fría luz de la ciencia sobre el motivo del aparente abandono de Guy Allen, la doctora Langham había conseguido devolverle la ecuanimidad. Ya no era la criatura desolada y solitaria, rechazada como una flor marchita, un guante raído, una liga dada de sí. Era una mujer valiente y humana que, con la paciencia que era la joya de su corona, esperaba que su pobre hombre confundido superase su pequeña indisposición y volviese a su lado, para que ella le alegrara la convalescencia contribuyendo así a su pronta recuperación. Día tras día, en el diván de la doctora Langham, mientras hablaba y escuchaba, iba recuperando fuerzas. Dormía de un tirón, toda la noche, y cuando salía a la calle con la espalda recta, el rostro tranquilo y lleno de vida, entre toda la gente de hombros cargados y bocas amargas que poblaba las aceras, parecía la visitante llegada de un planeta mejor.
Y ocurrió el milagro. Su marido la llamó por teléfono. Le pidió si esa noche podía pasar por el apartamento a recoger una maleta que le hacía falta. Ella le sugirió que se quedara a cenar. Él le dijo que le sería imposible porque debía cenar temprano con un cliente, pero que pasaría a eso de las nueve. En caso de que no estuviera en casa, que por favor le dejara la maleta a Jessie, la criada. Ella le dijo que era la primera noche, en no se sabía cuánto tiempo, que no salía. Estupendo, dijo él, entonces la vería más tarde; y colgó.
La señora Allen llegó temprano a la cita con su doctora. Le dio la noticia a la doctora Langham con una especie de gorjeo alegre. La doctora asintió, y su sonrisa divertida se fue haciendo más grande hasta dejar al descubierto casi todos los dientes excepcionalmente bonitos.
—Pues ahí tiene usted —le comentó—. Ha dado señales de vida. ¿Y quién le dijo que iba a ser así? Ahora escúcheme bien. Es importante, tal vez la parte más importante de todo su tratamiento. Esta noche no vaya usted a perder la cabeza. Recuerde que este hombre ha hecho sufrir lo indecible a una de las criaturas más sensibles que he conocido en mi vida. No se ponga blanda con él. No se muestre entusiasta, como si le estuviera haciendo un favor al volver a su lado. No sea demasiado indulgente con él.
—¡Nooo, qué vaaa! —exclamó la señora Allen—. ¡Guy Allen va a tragar sapos!
—Así me gusta —dijo la doctora Langham—. No le haga escenas, ya sabe; pero tampoco le dé a entender que todo está perdonado. Muéstrese dulce y fría. Ni por un momento deje que adivine que lo ha echado de menos. Simplemente deje que se dé cuenta de lo que se ha estado perdiendo. Y por el amor de Dios, ni se le ocurra pedirle que se quede a pasar toda la noche.
—Ni por todo el oro del mundo —dijo la señora Allen—. Si eso es lo que quiere, tendrá que pedírmelo. ¡Sí! ¡Y de rodillas!
El apartamento estaba precioso; la señora Allen se ocupó de que así fuera y de que ella no le fuera a la zaga. Al volver a casa, después de haber estado en la consulta de la doctora, compró montones de flores y las dispuso con exquisito gusto —siempre se le habían dado bien los arreglos florales— por toda la sala.
Él llamó al timbre a las nueve y tres minutos. La señora Allen le había dado la noche libre a la criada. Ella misma se encargó de abrir la puerta.
—¡Hola! —lo saludó.
—¿Qué tal? ¿Cómo estás?
—Pues, perfectamente —dijo ella—. Pasa. Creo que ya conoces el camino, ¿no?
La siguió hasta la sala. Tenía el sombrero en la mano y llevaba el abrigo doblado sobre el brazo.
—Cuántas flores —dijo él—. Qué bonitas.
—Sí, ¿no son preciosas? Todo el mundo es muy amable conmigo. Dame tus cosas, que te las guardo.
—Dispongo apenas de un momento —dijo él—. He quedado con alguien en el club.
—Vaya, qué lástima.
Siguió una pausa. Y él dijo:
—Tienes buen aspecto, Maida.
—Ay, no sé por qué —dijo ella—. Estoy que no me tengo en pie. Últimamente no paro ni de día ni de noche.
—Te sienta bien.
—¿No has notado nada nuevo en la sala? —le preguntó ella.
—Pues... no sé... ya me he fijado en las flores. ¿Hay algo más?
—Las cortinas, las cortinas —contestó ella—. Son nuevas, de la semana pasada.
—Ah, sí. Son bonitas. De color rojo pálido.
—Rosa —dijo ella—. La sala está bonita con estas cortinas, ¿no te parece?
—Sí, estupenda.
—¿Qué tal tu habitación en el club? —le preguntó.
—Está bien. Tengo todo lo que quiero.
—¿Todo, todo? —preguntó ella.
—Sí, claro.
—¿Qué tal la comida? —quiso saber ella.
—Ahora bastante buena. Mucho mejor que antes. Han puesto un nuevo chef.
—¡Qué divertido! ¿O sea que te gusta? Vivir en el club, digo.
—Sí, claro —contestó él—. Estoy muy cómodo.
—¿Por qué no te sientas y me cuentas qué es lo que no te gustaba de aquí? ¿La comida? ¿El espejo que usabas para afeitarte? ¿Qué?
—Vaya, todo estaba bien —respondió él—. Verás, Maida, tengo que irme corriendo. ¿Tienes por aquí mi maleta?
—Está en el dormitorio, en tu armario, donde siempre ha estado —dijo ella—. Siéntate... ya te la traigo yo.
—No, no te molestes, ya voy yo.
Se fue para el dormitorio. La señora Allen empezó a ir tras él, pero entonces se acordó de la doctora Langham y se quedó donde estaba. Sin duda, a la doctora le parecería algo indulgente de su parte el que entrara con él en el dormitorio cuando no hacía ni dos minutos que había vuelto.
Él regresó con la maleta.
—Seguro que puedes sentarte y tomar una copa, anda —insistió ella.
—Ojalá pudiera, pero tengo que irme, de veras.
—Pensé que podríamos intercambiar unas cuantas palabras de cortesía —dijo ella—. La última vez que oí tu voz, lo que me dijiste no fue muy agradable.
—Lo lamento.
—Estabas justo ahí, al lado de la puerta... muy guapo, por cierto —dijo ella—. En la vida te había visto tan incómodo. Si alguna vez ibas a estarlo, aquél fue el momento más oportuno. Cuando me dijiste lo que me dijiste. ¿Te acuerdas?
—¿Y tú? —preguntó él a su vez.
—Vaya si me acuerdo. "Ya no quiero seguir así, Maida. Se acabó." ¿De veras te parece bonito decirme algo así? A mí me pareció bastante repentino, después de once años.
—No. No fue repentino —dijo él—. Me pasé seis de esos once años diciéndotelo.
—Pues no me enteré.
—Claro que te enteraste, querida. Lo interpretaste como una falsa alarma, pero vaya si te enteraste.
—¿Cómo es posible que te hayas pasado seis años planificando esta salida tan drástica?
—Planificando, no —aclaró él—. Pensando, nada más. No tenía planes. Ni siquiera cuando te dije esas palabras de despedida, indudablemente poco acertadas.
—¿Y ahora los tienes? —preguntó ella.
—Por la mañana me marcho a San Francisco —respondió él.
—Qué amable eres al confiar en mí. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—La verdad es que no lo sé. Hemos abierto allí una sucursal, ¿sabes? Las cosas se han complicado un poco y tengo que ir a poner orden. No sé decirte cuánto tiempo llevará.
—Te gusta San Francisco, ¿no?
—Sí —dijo él—. Como ciudad no está mal.
—Claro y encima está bien lejos —dijo ella—. No podías irte más lejos y seguir estando en América, la hermosa, ¿no?
—En eso tienes razón —admitió él—. Oye, que me marcho ya, tengo mucha prisa. Llego tarde.
—¿Es que no me puedes contar así por encima lo que has estado haciendo?
—He estado trabajando todo el día y gran parte de las noches —contestó él.
—¿Y te interesa?
—Sí, me gusta, la verdad.
—Me alegro por ti —dijo ella—. No es que quiera hacerte llegar tarde a tu cita. Pero me gustaría tener aunque sea una leve idea de por qué hiciste lo que hiciste. ¿Tan infeliz eras?
—En realidad sí, muy infeliz. No había necesidad de que me obligaras a decirlo. Lo sabías.
—¿Por qué eras infeliz? —insistió ella.
—Porque dos personas no pueden pasarse la vida haciendo las mismas cosas año tras año, cuando sólo a una de las dos le gusta hacerlas y, pese a eso, seguir siendo feliz —contestó él.
—¿Y tú te crees que yo puedo ser feliz así como estoy?
—Pues sí —respondió él—. Creo que lo conseguirás. Ojalá hubiera una manera más agradable de hacerlo, pero creo que después de un tiempo, no muy largo, por cierto, estarás mejor que nunca.
—¿Conque eso es lo que crees? Ah, ya sé lo que pasa, te cuesta creer que soy una persona sensible.
—No será porque no me lo hayas dicho... once años te pasaste diciéndomelo. Oye, esto no tiene sentido. Adiós, Maida. Cuídate.
—Lo haré. Te lo prometo.
Él cruzó la puerta, fue pasillo abajo y llamó el ascensor. Ella se quedó mirándolo desde el umbral, con la puerta abierta.
—¿Sabes qué, querido mío? —le dijo—. ¿Sabes qué es lo que a ti te pasa? Has llegado a la edad madura. Por eso tienes estas ideas.
El ascensor se detuvo en la planta y el ascensorista abrió la puerta.
Guy Allen se dio media vuelta antes de entrar en la cabina.
—Hace seis años todavía no había llegado a la edad madura —le dijo—. Y entonces ya las tenía. Adiós, Maida. Buena suerte.
—Buen viaje —le deseó ella—. Mándame una postal del Presidio.
La señora Allen cerró la puerta y regresó a la sala. Se quedó muy quieta en el centro de la habitación. No se sentía como había imaginado.
En fin. Se había comportado con perfecta frialdad y dulzura. Debía de ser que Guy todavía no estaba del todo recuperado de su leve dolencia. Pero se recuperaría; vaya si lo haría. Vaya si lo haría. Cuando estuviera allá lejos, dando tumbos por las colinas de San Francisco, recobraría el buen juicio. Intentó fantasear un rato; él volvería a su lado, el cabello se le pondría gris de la noche a la mañana —la noche en que se diera cuenta del tormento de su locura— y el cabello gris no lo favorecería nada. Se forjó una breve imagen de él, canoso, harapiento, en las últimas, mordisqueando unas ancas de sapo frías, que ella vio sin despellejar, verdes, viscosas, repugnantes.
No. Las fantasías no servían de nada.
Fue al teléfono y llamó a la doctora Langham.


The New Yorker, 14 de diciembre de 1957


© Dorothy Parker
© de la traducción: Celia Filipetto

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0 comments | jueves, diciembre 14, 2006




¡¡¡Gracias bichito!!!

0 comments | miércoles, diciembre 13, 2006







Buenas y grandes razones para seguir haciendo lo mismo. Si nosotros usamos el mismo y común lenguaje para relacionarlos, porque Shaw-Han Liem y I am robot and proud tiene que ser la excepción. El más de lo mismo se justifica en Electricity in Your House Wants to Sing, símil del Grace Days (2003), electrónica sutil e instrumentación pop de cacharrería infantil y sonidos delicados.





Este japonés vive en Toronto, Canadá, ocupado en el sello The Blue House y en su trabajo desde hace unos años.


My space I am a robot and proud

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A los que seguimos a Mario Bellatín: una excelente nota y entrevista en Radar, de página 12.

0 comments | domingo, diciembre 10, 2006

0 comments | viernes, diciembre 08, 2006

Sofía Loren

Naomi Watts


Lou Dillion

Hillary Swank

Luego del regodeo visual de Pedro Almodóvar por la "tetamenta" de Penélope Cruz en Volver (un greatest hits de todas, todas las taras de Almodóvar), la niña vuelve al ruedo con el calendario de Pirelli 2007, que esta vez se ocupa además de la mítica y guapísima Sofía Loren y su eterno escote, Hillary Swank, Naomi Watts y Lou Doillon (la hija de Jane Birkin). Las fotografía son creaciones de Inez van Lamsweerde y Vinoodh Matadin, colaboradoras de Vogue, The New York Magazine y las casas Calvin Klein y Louis Vuitton.

Son 42 años de calendarios Pirelli. 24 fotografías para 12 meses. Todas sin levantarse de la cama.

Pueden ver todo y todos los calendarios desde el website de Pirelli: http://www.pirellical.com/

Penélope Cruz ::









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¿Ya vieron el trailer de Three Times?


Los 20 segundos de billar: CINEMATOGRAFÍA. Pura

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El sábado arranca la muestra de Enrique ( hay una divertida entrevista en La cinefilia no es patriota, el mejor weblog cinéfilo por aquí) con Three Times de Hou Hsiao-Hsien .
La muestra promete arrancar con algo de muy buena música para crear contexto de CINE. Lo demás, ya lo veremos. Acudan.
El trailer de Three Times



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Hoy: Linkillo

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Is the king!! He is the king!! (Bjork dixit)

0 comments | miércoles, diciembre 06, 2006

Es solo olvido, cierto:
los tuvimos antes, y tendrá que acabar,
e incesantemente se fundía con el único afán
de hacer que floreciera la flor de un millón de pétalos
de estar aquí.


La próxima vez no podrás fingir
que habrá algo más.


Philip Larkin

0 comments | lunes, diciembre 04, 2006




Se celebró hace unos días el Día Mundial del SIDA y no está demás recordar una de las campañas publicitarias (quizá la peor en la historia del SIDA) aparecidas con la enfermedad, que pretendió difundir la prevención a través del miedo (algo tan inútil; véase la gráfica de las campañas de prevención contra la droga) y la discriminación.
Fue transmitido por la televisión hace 20 años y se dió por muerto a los enfermos.

Encuentro por otro lado aquello que nota Guille en el weblog de pueblovruto, una glorificación del condón como protección segura y acabemos-con-el-sida , más allá de la educación compleja que determina un problema social.

Interesante también el dossier informativo que ofrece el weblog de Dinorider sobre la enfermedad.