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1 comments | jueves, junio 08, 2006

He salido a comer cerca intentando no volver a casa. El intervalo de tiempo entre una y otra clase es corto. No me permite volver tranquilamente.

Escogí un chifa recordando que no es comida japonesa. Que puedo pedir un arroz chaufa sin carne o un tallarín saltado sin carne. Son únicamente los japoneses usuarios adictos al tofu. Por eso adoro la comida japonesa. Siempre queda el consuelo de recibir uno de esos caramelitos que se comen con todo y papel.

Intento buscar un lugar cómodo y alejado. Al rato ingresan una señora con un niño de escasos y profundos 10 años, apariencia triste y ánimo sujeto a las expectativas de su madre. Me ha observado y he tratado de sonreírle como si fuéramos cómplices en la tristeza. El niño no suelta la mirada del gato dorado que mueve infinitamente el brazo en CAJA.

Llega la sopa inicial y no dejo de observar al niño como si se tratase de un caso clínico o un desafío diagnóstico. Es la pureza del oficio.
Su madre hojea una revista de sociales y de vez en cuando se distrae observando la conducta del hijo. Y el de vez en cuando distrae la mirada del gato y observa alrededor, tratando de encontrar lo que ha perdido.

*

El niño ha negado tragarse las verduras. Su madre insiste en que debe comer algunas. Al menos las más importantes. Y yo empiezo a sentir inútilmente la caída y emergencia de un escepticismo mortal mientras el niño recuerda haber elegido otro lugar. Recuerda que detesta el chifa. Que hubiese preferido el pollo a la brasa.
Además recuerda que papá está lejos y recuerda el tiempo exacto que necesito para convencerme que pocas cosas tienen sentido.
El niño tiene que tragarse las verduras mientras mamá repite quiero lo mejor para ti, aun si el niño no ha sonreido una sola vez en el día.

*

Me he distraído tratando de olvidar la situación buscando situaciones similares en el diario.
De pronto se inicia la revolución del amor.

El niño se atora con un vegetal. Mamá se ha levantado de la silla y el niño empieza a ponerse morado como las uvas artificiales que decoran la mesa en casa. Deja de respirar. Se está asfixiando.

El lugar se llena de asiáticos. De una familia de asiáticos que observan la escena como una película mientras conducen su extraño lenguaje. Y observan como el niño pierde la vida. Y apagan el cigarrillo.

*

Dos mujeres observan sorprendidas. Tengo puesta la chaqueta azul y no tardan en confundirme con un médico. En pedirme ayuda.
Y me encuentro de pie y recuerdo que estuve en una situación similar. Recuerdo exactamente la manera de salvarla o talvez arruinarla.

Tomo al niño por detrás y rodeo y aprieto fuerte por debajo de sus costillas sin resultados. Recuerdo que el éxito de la mayoría de nuestros actos depende de la respiración. Y tomo aire y respiro concientemente mientras hundo mis brazos y puños sobre el estómago del niño. Y consigo expulsar aquello verde casi transparente. Un vegetal.

El niño tose y se aligera. Se desvanece en el suelo y lo dejo caer con cuidado, despacio.
Se acercan dos mujeres y la familia de asiáticos recuerda que mantiene un negocio. Encienden el cigarrillo.

La madre observa como dos mujeres se han arrodillado junto al niño y lo acarician tierna y delicadamente.
Y ese momento es necesario para que el niño sienta que al mundo entero le importa su vida. Reconoce en cada gesto el amor. Dos mujeres acariciando su cabello. Su madre observando quieta y callada. La gente cuestionando su estado. La familia asiática sonriendo y fumando.
Y el solo deseando que ese momento durara para siempre. Pensando que uno tiene que arriesgar la vida para conseguir amor. Que uno tiene que estar al borde de la muerte para ser salvado.
Que la muerte es compañía.

1 Comments:

Blogger Marea said...

Deprimente pero me gustó.

11:54 a. m.

 

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