Es probable que entre Haruki Murakami y Takeshi Kitano exista una suerte de cruce genético oculto en la profundidad de sus obras. Ahora que he vuelto a ver Dolls a tiempo que terminaba Kakfa en la orilla, estoy convencido de que ambos han seducido el silencio hasta una categoría estética inmejorable. La cópula sentimental que reúnen las parejas principales en cada una de sus obras es inolvidable. Si ya en El verano de Kikujiro Kitano nos divertía con un tándem mentalmente infantil junto a un pequeño actor, en Dolls, la pareja de los mendigos atados y la sucesiva, el yakuza y la mujer dispuesta a esperar eternamente al amor de su vida, confirman esa mística capacidad para describir el amor y la separación. Lo mismo ocurre en Kafka en la orilla y el tándem inolvidable compuesto por Nakata y Hoshino. Nakata sufre de niño un accidente psico-mágico-místico (delicias 100% Murakami) que borra todas sus capacidades intelectuales básicas para la comunicación humana como el leer, escribir y orientarse. A cambio –¡vaya consuelo!- Nakata puede comunicarse con los gatos y sabe que hay un lugar adonde tiene que dirigirse y un encanto cuya misión es romper. Para esto necesita ayuda y la consigue en Hoshino, un camionero que encuentra sentido a su vida acompañando al viejo Nakata en la búsqueda. (Sentido aparte el que encuentra Hoshino en su encuentro con el Coronel Sanders -el máximo inventor de los pollos Kentucky- convertido en la novela en un proxeneta capaz de todo. Un experto en franquicias.) Así se unen las vidas de Kafka Tomura, la señora Saeki y uno de esos personajes exquisitos que configura Murakami: el bibliotecario Oshima. (Esta vez el personaje víctima de los arrebatos genéricos y conflictuados del escritor. Oshima es en realidad lo que no es.) Murakami se mantiene fiel a sus referentes musicales y a la cultura popular de occidente. Afiliado a los mitos, el viaje de Kafka remite a Edipo. Kafka ha perdido la referencia maternal y femenina luego de la huida de su madre y su hermana. Queda solo con su padre y escapa para encontrar esa absurda esencia típica que sirve a Murakami para mezclar las más extrañas historias. La extensión de la novela es incluso fantástica. Su desarrollo sencillo, los diálogos y la búsqueda on the road de los personajes, hacen increíble encontrarse frente a 592 páginas que a primera impresión suponen un denso ejercicio de lectura y no es más que una melodía envolvente, dinámica, la música de las palabaras, escribir – como señala el propio autor- como si tocara un instrumento, llevando en sus manos la responsabilidad del ritmo, la armonía, la improvisación y el sostenimiento. Significaciones –y obsesiones- que recuerda y rememora de la música (“Es verdad. No hay palabras nuevas. Nuestro trabajo es darles nuevos significados y tonalidades especiales a palabras absolutamente ordinarias.”), como si una de las pocas cosas que pudiera conseguir sea ese estado natural de sincronía entre el ser y el tiempo.
En Kafka en la orilla, Murakami regurgita nuevamente sobre viejas ansiedades. Pero no importa.
El lenguaje corporal encarnando la mudez, la ética del silencio y la esperanza. La estética de la desaparición. Todos rasgos que emparentan la obra de Murakami con la de Takeshi Kitano. Maestros de la oblicuidad.
No se cual de los dos pero uno es definitivamente parte del otro. Kitano un auténtico murakamiano o Murakami un auténtico kitaniano.
Tampoco importa.
Creo que Sputnik, mi amor sigue siendo mi novela favorita. Tal vez porque fue mi entrada en ese universo catatónico y desbordante de las novelas de Murakami o talvez porque fue solo Sumire la única que consiguió interactuar y engendrar y reproducir esa melodía –siguiendo el estado de sitio murakamiano- ausente y (des)encantada que es K., el personaje narrador perdido entre la responsabilidad de contar (“Donde no hay memoria no hay responsabilidad”), actuar y sobrevivir. Encarnación y combinación máxima entre instrumento y música en toda la obra breve de Haruki Murakami.
Se ha llevado al cine ya Tony Takitani, que larga alrededor de la película una combinación permanente entre voz en off y música (la melodía perfecta de Ryuichi Sakamoto). Aquí, lo de la música de las palabras es algo que Jun Ichikawa, el director de la película, ha comprendido perfectamente. Tony Takitani ha logrado sin ningún pudor mover y articular con total dominio nexos antes irreproducibles entre literatura –en estado puro- y cinematografía. Nos coloca frente a planos secuenciales que estimulan una lectura casi sobre página, estimulando, como es debido, la naturaleza sentimental del texto y los personajes. Colmando toda expectativa emocional por medio de un minimalismo casi puro.
Sueño con que algún día sea el propio Kitano quien dirija alguna vez Kafka en la orilla. Aunque en realidad ya lo hizo con Dolls.
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